Mentiría si digo que nací de mi madre, aunque a veces me gustaría mentir y quitar todo el decorado de un parto para dejar lo esencial y no biológico, lo puro y anecdótico de mi vida con ella. Mentiría si digo que nací de mi madre más es cierto que en ella he germinado con raíces profundas de color amaranto, que escalan las paredes de mi alma y de sus contradicciones. No fue un parto, pero si un millar de estrellas de fuerte luz lo que nos dio la vida, esta vida caprichosa de vernos a la sombra un día de verano. Ese pentagrama otoñal de ponerme en sus tacones y salir a caminar con el peso del sacrificio, de encontrar en mis caderas el final de su cintura, de buscar en mi rostro aquella mueca desdibujada que tanta paz me daba en los inviernos o querer vestirla de primavera con mi risa estridente. Mentiría si digo que nací de mi madre pues no estuve nueve lunas tejiendo dentro de ella, un telar de interrogantes, pero sin más, ella es mi madre por la caravana que se monta en mi alma al oír su voz. Esa voz intrincada e imperfecta, dulce y remota, sensible, tierna y dolorosa que alborota mi corazón. Mentiría si dijo que nací de mi madre pues me dio más que la vida, me dio una razón. Hoy quisiera darle cien equinoccios para amarnos de nuevo, como en la primera cita, cien equinoccios para perdonarnos, cien equinoccios para no despedirme nunca. Mentiría si digo que nací de mi madre, porque lo cierto es que en ella y por ella florecí.