Yo te amo como si tu nombre fuera la única palabra que existiese en este mundo, te
contemplo con la humeda esperanza de un verano en enero.
En sepulcro te convertiste de todos mis dolores llegando a saciarme, tan sencillo, tan
rápido, y tan permanente como unos huevos revueltos y pan tibio, así sin ninguna
pretensión hoy eres la tarima de todas mis virtudes.
No eres solo la única palabra de mi único lenguaje, si no la última y la primera.
El disipado llanto de una larga espera, el broche de bronce a mis ansiedades, la llave de oro
de mis libertades, la piedra esperada de mi compromiso, pues fue con tu fuego, ese fuego
solo tuyo, que fundiste los barrotes de la celda de mis rencores, con tus palmas amplias de
manos solo mías, refrescaste mi mañana siendo para ese entonces el tren a ninguna parte
en el que viajaban mis caprichosos proverbios.
Eres pan de vida, y vida en abundancia, la suma perfecta de mi animal apetito y mi
humana misericordia, el resultado más dulce en los adjetivos de mis conclusiones.
El último vocablo que ansío pronunciar.